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sábado, 5 de marzo de 2011

NIÑOS DE CAMBOYA

     Una noche más, mi amigo insomnio no me deja soñar con tranquilidad. Son las seis de la mañana, y bajo a desayunar sin haber dormido nada. Es la hora donde las almas rotas de Camboya abandonan las habitaciones de los grandes hoteles, para volver a su rutina diaria, alejada de las escuelas.
     A esa hora, los monjes budistas impregnan de colorido las calles de la ciudad. Acompañados por sus ‘cuencos’ caminan como si se hubieran bebido un litro de ‘la bebida que te da alas’ en busca de la comida que la voluntad de los camboyanos quieran ofrecer.
    También a esa hora, los más pequeños de la casa deberían emprender el camino a la escuela. Camboya grita en silencio por una educación necesaria para sus niños, que aclare un futuro más que incierto. Sin embargo, muchos de ellos, se suben a sus bicicletas, no sin antes cargarlas con ‘alforjas’ improvisadas, para comenzar lo que en los países desarrollados cualquier adulto llamaría ‘un trabajo de mierda’.
     De repente, se ve una figura en la puerta del hotel, de no más de 1,35 metros de altura, que pregunta al personal allí empleado por las botellas de plástico o cristal que tengan vacías.
     Siempre me he quedado estático ante unos ojos que me hablan sin palabras, los ojos de este ‘pequeño gran hombre’ no hablan, sino que gritan, arañan,…, se puede ver el dolor de una vida marcada por la injusticia de un mundo que se ha olvidado de él.
     Su nombre es Hort, tiene 11 años de edad, y hace cuatro años que vive pedaleando las calles de Siem Reap en busca de todo lo que pueda ser reciclado. Su jornada comienza en el barrio más pobre de Siem Reap, Mondul Vai, a las seis de la mañana. Solo fue a la escuela un año, debido a que su madre murió cuando él era joven. De los nueve hermanos que tiene, dos también abandonaron este mundo, después de enfermar por beber agua contaminada. Desde que cumplió los siete años, y acompañado por su profesor en el arte de recoger basura, su hermano Liang de 17 años, ha trabajado entre diez y catorce horas diarias para poder ayudar así, a que la poca familia que le queda, pueda soñar con un futuro mejor.
     Mientras que Hort apura un zumo de naranja que mira como si fuera el tesoro de las ‘minas del Rey Salomón’, me cuenta como su padre le obliga a trabajar recogiendo la basura de los hoteles, mientras él conduce una moto. Toda la basura la entrega en uno de los negocios ‘ocultos’, donde un espabilado sin escrúpulos recoge las botellas que el chaval haya conseguido y se queda con la mayoría del dinero.
     Por diez latas metálicas Hort consigue 600 riels (0,10 euros), y por un kilo de plástico, 1000 riels (0,18 euros). Aunque la cantidad que Hort llevará a su casa en el día de hoy, como cualquier otro día, no será más que el equivalente a un kilo de botellas de agua.
     La historia de Hort es la historia de miles de niños que recorren todos los días las calles de las principales ciudades de Camboya, en busca de las ’sobras reciclables’ de los hoteles o turistas. Mi primera aproximación con estos niños sucedió de una forma que nunca pude sospechar.
     Hacia tiempo que conocía al director del hotel donde me hospedo en Siem Reap, gracias a los propietarios tengo acceso a la cocina. Esa mañana, estaba cortando una cebolla, cuando él me preguntó: “¿Qué es eso, Omar?”. Le miré extrañado, las cebollas no son tan caras en Camboya y él es un director de hotel con un buen sueldo. Sin embargo, sus ojos se empañaron al contarme que durante diez años él había sido uno un ‘niño de la basura’. Había vivido en los vertedores de Phnom Penh, inhalando el peor de los aromas jamás imaginado. Me narraba cómo a tempranas horas de la madrugada, los camiones llegaban cargados de ‘delicatessen’ que llevarse a la boca. Ese era el momento de la batalla, ‘maricón el último’, como se dice machistamente en España. Largas colas de niños esperaban a que los camiones abrieran sus puertas y descargaran la basura de una ciudad de dos millones de personas. De ahí saldrían sus tres comidas diarias, día tras día, mes tras mes, año tras año, hasta contar hasta 10 años, 120 meses, 3650 días. 10.950 comidas en la vida de una persona de 24 años.
     Diez años que marcaron para siempre a esta persona, la cual es un ‘animal’ del trabajo, y un orgulloso padre de una niña de un año de edad. Este director, cuyo nombre prefiero mantener en el anonimato, es la cara de la lucha por conseguir un futuro menos malo. Pero miles de historias como ésta, no tienen un final tan feliz.
     Mu An llegó de Vietnam cuando era solo un bebé. Como la mayoría de los niños que se dedican a este trabajo, proceden del país que pudo vencer a los Estados Unidos hace unos años, pero que hoy no puede mantener a muchas familias, cuyas vidas son tan miserables en el delta del Mekong vietnamita, que prefieren cruzar la frontera a uno de los países más pobres del Mundo, es busca de un futuro mejor.
    Mu An es una de esas historias sin final feliz. Tiene 13 años de edad, y también es huérfano de madre. Nunca fue a la escuela, y vive en una de las calles que rodean al mercado de Samaki en Siem Reap. Al igual que Hort, comienza su jornada a las seis de la mañana, aunque las fuerzas le flaquean y solo resiste hasta las dos de la tarde, hora en la cual él me dice que se va a dormir. Algo difícil de creer, al mirar sus ojos perdidos en la distancia, como atrapados por el efecto del maldito pegamento. Con el dinero que Mu An consigue, no puede ni permitirse una bicicleta, por eso recorre las calles de Siem Reap, empujando su viejo carro de madera.
     Hort y Mu An son solo dos historias camboyanas más. Dos vidas que pasan desapercibidas a los ojos de los turistas que prefieren mirar hacia las riquezas de los templos de Angkor. Niños a los que su infancia fue arrancada de cuajo el mismo día que nacieron.
     En estos momentos el monzón está apretando, es una noche de rayos y truenos, de agua abundante. En estos momentos, algún niño esta recorriendo las calles de Angkor, en busca de ese preciado tesoro de plástico. Hace un año, en estos momentos, esta ciudad estaba sumergida en un metro de agua. El tifón Ketsana dejaba Siem Reap totalmente impracticable. Aunque en esos mismos momentos, los ‘niños de la basura’, seguían ‘pedaleando’ las calles del país olvidado. Todas las noches, las calles de Siem Reap son iluminadas por las linternas de estos críos.
     Como decía Jacinto Benavente, “en cada niño nace la humanidad”, aunque historias como la de Hort y Mu An, pongan de manifiesto que la humanidad ha pasado de ser un valor imprescindible para el ser humano, a ser una de las ‘especies en peligro de desaparición’, y el negocio más rentable que la avaricia de nuestras mentes ha podido crear.
     ….Monzones, tifones, el frío de la noche, el miedo de la soledad, la furia de unos padres, la injusticia de una infancia robada…, nada será una escusa para que ‘los niños de la basura’ dejen de pedalear en busca de la justicia que un día les fue robada

Omar Havana

Nota.- Extraido de Periodismo Humano.
El autor de este articulo me pide ponga un enlance a su pagina que gustosamente hago a la vez que recomiendo pues sus árticulos bien merece la pena leerlos

1 comentario:

  1. Hola Serva, soy el autor de este artículo, te agradecería que por favor pusieras un enlace a la página original del artículo, ya que todo el material está licenciado bajo mi nombre bajo estas condiciones. Gracias

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